30 de octubre de 2013
Un burgués
Finalmente llegué a convencerme:
No tenía nada que decir. El mundo de mis emociones era pequeño. Ahí radicaba la verdad. Mi espíritu no se relacionaba con los intereses y problemas de la humanidad, ni con la vida de los hombres que me rodeaban, sino con algunas ambiciones personales, carentes de valor.
Mi misma disconformidad con el medio en que actuaba, era simulada. Siendo sincero, cínicamente sincero, la sociedad en que me desplazaba me parecía muy bien estructurada para satisfacer materialmente las necesidades de mi egoísmo. Cuando el arzobispo me excomulgó, posiblemente tenía razón porque su religión se me daba un pepino. Cuando me acerqué a los obreros, mi impulso fue artificial, era un gesto, y yo no puedo afirmar honestamente que se me importe algo que los obreros estén bien o estén mal. ¡Allá ellos y sus problemas! Les estoy profundamente agradecido de que me hayan rechazado, porque si no, vaya a saber cómo, por un impulso de vanidad estúpida me hubiera complicado la existencia.
Soy un burgués egoísta. Lo reconozco. De allí que nada alcanza a indignarme seriamente. Ni lo bueno ni lo malo. Tampoco experimento un ardiente afán de deslumbrar a mis prójimos. Si he dicho en alguna parte que sufría cuando no podía escribir, es mentira. Me he apartado de la verdad para adornar mi personalidad con un atributo que pudiera tornarla interesante.
Mi vanidad me ha molestado durante cierto tiempo. No lo negaré. Pero también mi vanidad se satisfacía comprobando que la insuficiencia mental de los otros hombres, incluso los que triunfaban, era mucho mayor que la mía.
Actos buenos o malos los he ejecutado para distraerme.
Los que triunfaban de buena ley me eran odiosos durante cinco minutos. Mis sentimientos vibran tan escasamente que no puedo odiar ni amar a nadie, sino en el espacio de un tiempo muy breve. Luego amanece en mí una indulgencia irónica, burlona.
Quiero desnudarme por completo.
Me siento dichoso de ser así, estéril, medido, seco, amable. Tengo el orgullo de pensar que en mi personalidad se puede estrellar el infinito, sin dejar fijada ni una sola de sus partículas de inmensidad.
A veces una ráfaga de rabia me enturbia las pupilas, luego me encojo de hombros. Sustituyo el odio con la antipatía, y la antipatía con la indiferencia.
(...)
Y así pasan los años. De mi ineptitud se desprende una filosofía implacable, serena, destructiva:
-¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?
Y yo sé que tengo razón.
Roberto Arlt (Fragmento del cuento "Escritor fracasado")
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