Por lo general nuestras leyes no son conocidas, sino que constituyen un secreto del pequeño grupo aristocrático que nos gobierna. Aunque estemos convencidos de que estas antiguas leyes se cumplen con exactitud, resulta en extremo mortificante el verse regido por leyes para uno desconocidas. No pienso aquí en las diversas posibilidades de interpretación ni en las desventajas de que sólo algunas personas, y no todo el pueblo, puedan participar de su interpretación. Acaso esas desventajas no sean muy grandes. Las leyes son tan antiguas que los siglos han contribuido a su interpretación, pero las licencias posibles sobre la interpretación, aun cuando subsistan todavía, son muy restringidas. Por lo demás, la nobleza no tiene evidentemente ningún motivo para dejarse influir en la interpretación por un interés personal en perjudicarnos, ya que las leyes fueron establecidas desde sus orígenes por ella misma; la cual se halla fuera de la ley, que, precisamente por eso, parece haberse puesto exclusivamente en sus manos. Esto, naturalmente, encierra una sabiduría -quién duda de la sabiduría de las antiguas leyes-, pero al propio tiempo nos resulta mortificante, lo cual es probable que sea inevitable.
Por otra parte, estas apariencias de leyes sólo pueden ser en realidad sospechadas. Según la tradición existen y han sido confiadas como secreto a la nobleza; de modo que más que una vieja tradición, digna de crédito por su antigüedad, pues la naturaleza de estas leyes exige también mantener en secreto su existencia. Pero si nosotros, el pueblo, seguimos atentamente la conducta de la nobleza desde los tiempos más remotos y poseemos anotaciones de nuestros antepasados referentes a ello, y las hemos proseguido concienzudamente, hasta creer discernir en los hechos múltiples ciertas líneas directrices que permiten sacar conclusiones sobre esta o aquella determinación histórica, y si después de estas deducciones finales, cuidadosamente tamizadas y ordenadas, procuramos adaptarnos en cierta medida al presente y al futuro, todo parece ser entonces algo inseguro y quizás un simple juego de entendimiento, pues tal vez esas leyes que aquí tratamos de descifrar no existen. Hay un pequeño partido que sostiene esta opinión y que trata de probar que cuando una ley existe sólo puede rezar: "Lo que la nobleza hace es ley". Ese partido ve solamente actos arbitrarios en los actos de la nobleza y rechaza la tradición popular, la cual, según su parecer, sólo comporta beneficios casuales e insignificantes, provocando en cambio graves perjuicios al dar al pueblo una seguridad falsa, engañosa y superficial con respecto a los acontecimientos por venir. No puede negarse este daño, pero la gran mayoría de nuestro pueblo ve su razón de ser en el hecho de que la tradición no es ni con mucho suficiente aún, ya que hay todavía mucho que investigar en ella y que, sin duda, su material, por enorme que parezca, es aún demasiado pequeño, porque habrá de transcurrir siglos antes de que se revele como suficiente. Lo confuso de esta visión a los ojos del presente sólo está iluminado por la fe de que habrá de venir el tiempo en que la tradición y su investigación consiguiente resurgirán en cierto modo para poner punto final, que todo será puesto en claro, que la ley sólo pertenecerá al pueblo y la nobleza habrá desaparecido. Esto no lo ha dicho nadie, en modo alguno, con odio hacia la nobleza. Antes bien, debemos odiarnos a nosotros mismos, por no ser dignos aún de tener ley. Y por eso, ese partido, en realidad tan atrayente desde cierto punto de vista y que no cree, en verdad, en ley alguna, no ha aumentado su caudal, porque él también reconoce a la nobleza y el derecho a su existencia.
En verdad, esto sólo puede ser expresado con una especie de contradicción: un partido que, junto a la creencia de las leyes, repudiara a la nobleza, tendría inmediatamente a todo el pueblo a su lado, pero un partido semejante no puede surgir pues nadie osa repudiar a la nobleza. Vivimos sobre el filo de esa cuchilla. Un escritor lo resumió una vez de la siguiente manera: "La única ley, visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza, ¿y de esa única ley habríamos de privarnos nosotros mismos?".
Franz Kafka (Fragmento de "La Muralla China, III-La cuestión de las leyes", 1917)
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